sábado, diciembre 02, 2017

El eufemismo que me atiende…. Alejandro González Acosta: En un sistema totalitario como el cubano, es normal que una mitad de la población vigile a la otra, y que aún entre ellos mismos sus miembros no se pierdan pie ni pisada


El eufemismo que me atiende…

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En un sistema totalitario como el cubano, es normal que una mitad de la población vigile a la otra, y que aún entre ellos mismos sus miembros no se pierdan pie ni pisada
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Por Alejandro González Acosta
Ciudad de México
01/12/2017

Lichi[1] me contó, que la última vez que estuvo en Cuba[2], fue a visitarlo a su casa un coronel del G-2, hermano de un famoso historiador cubano muy amigo, residente en México. Entre tragos y ya en confianza, Lichi le preguntó: “Ven acá, chico, aquí entre nosotros: seguramente ustedes me tienen cableao[3] por todas partes, ¿verdad?” “No, Lichi —le respondió el otro— no hace falta, porque nosotros ya sabemos cómo piensas tú y hasta lo publicas…”. “Además —agregó el seguroso— ya no tenemos la técnica[4]de antes, cuando estaban los bolos[5]: ya nos queda muy poquita en buen estado… Y la poca que tenemos, se la ponemos a los del Comité Central, porque de esos sí nos interesa saber qué están pensando y planeando…”.

Quizá sea una más de las tantas fabulaciones de Lichi, pero sospecho que esta fue cierta.

Me vino la anécdota a la memoria ahora que recién se publicó El compañero que me atiende (Hypermedia, 2017), la compendiosa y oportuna compilación que ha reunido como editor el historiador cubano exiliado en Nueva York, Enrique del Risco (“Enrisco” para los cercanos).

Como tantas otras frases comunes en la Isla, quizá este título escape a la cabal comprensión de cualquiera que no sea cubano, y no haya pasado al menos una parte de su vida en ella durante los últimos 60 años. “El compañero que me atiende” puede ser, para los extraños, algún mesero, un mecánico, un empleado cualquiera, que con gentil y fraternal camaradería nos procura algún servicio o producto. Pero, entre cubanos, sabemos que esto no es así, ni mucho menos.

Así como entre los “logros” de la “revolución cubana” se exhibió con orgullo que cada niño tuviera su maestro y cada enfermo su médico, pues también cada ciudadano cuenta con su propio policía, solícito y atento a cuando diga, escuche y piense. Ese personaje ubicuo y omnipresente, casi omnisciente y pretendidamente omnipotente, es, a fin de cuentas, “el compañero que me atiende”. En un sistema totalitario como el cubano actual, donde “todo lo que no está prohibido es obligatorio”, es normal que la mitad de la población vigile a la otra mitad, y aún entre ella misma no se pierdan paso ni pisada. Porque algo realmente monstruoso que escapa a la comprensión del resto del mundo “normal” (Cuba hace mucho tiempo que ya no es un país “normal”) es que ese “compañero que me atiende”, tiene, a su vez, su propio “compañero que lo atiende”, y este también cuenta con otro “compañero que lo atiende” … en una sucesión ininterrumpida e infinita, hasta llegar a la cúspide de la pirámide, donde está ese Gran Hermano que vigila a todos y, quizá, hasta a sí mismo, se ocupa mirándose en un sospechoso espejo delator. Todo es posible en ese surrealismo caribeño.

Enrique del Risco entiende esto perfectamente, y por eso su pertinente comentario sobre El Proceso y El Castillo del célebre y profético autor checo, que incluye en su pórtico prologal. Se ha dicho, y no como chiste, que “de haber nacido en Cuba, Kafka habría sido un escritor costumbrista”. Para los cubanos modernos, la suma de El Proceso y El Castillo tiene un sólido y macabro símbolo arquitectónico: Villa Marista, el “home sweet home” de todos los “compañeros que atienden”.

Si alguien sabía bien de ese tema del “compañero que me atiende” era Lichi: su famoso Informe contra mí mismo no es más que la respuesta que al cabo de los años y del hastío, le dio al seguroso que fue a contratarlo para que vigilara a su propia familia. Este asunto del espionaje ciudadano es casi un género en la literatura cubana opositora: Antes que anochezca, de Reinaldo Arenas, sería otra respuesta a “ese compañero que me atiende”. Y Contra toda esperanza, de Armando Valladares, también. Y Todo el mundo canta, de Rafael E. Saumell. Y Fuera del juego (aunque en este habría que corregir, el compañero que “nos” atiende, pues debería incluir a su entonces esposa, la poetisa Belkis Cusa Malé), En mi jardín pastan los héroes, y La mala memoria de Heberto Padilla; y el Mapa dibujado por un espía, de Guillermo Cabrera Infante; y La nada cotidiana, La hija del embajador y La noche al revés de Zoé Valdés; y 20 años y 40 días, de Jorge Valls… Y hasta El hombre que amaba los perros, de Leonardo Padura, es, a su modo, también una novela de vigilancia permanente.

Para los cubanos de esta época, el “Bosque de Ojos” de Alicia en el país de las maravillas es una realidad nada imaginativa: todo se oye y todo se sabe en ese presidio total que es la Cuba de los Castro. Por eso esta obra de Lewis Carroll sirvió a Jesús Díaz para su brillante paráfrasis de Alicia en el pueblo de Maravillas (1991), con una imponente caracterización del inolvidable Reynaldo Miravalles en el papel de “El Director” del Sanatorio Satán de Maravillas de Noveras, con su enhiesto y huesudo dedo acusador, descendiendo de los cielos en el traqueteado ascensor.

Poco antes, Díaz había logrado —¡al fin!— publicar su inolvidable novela Las iniciales de la tierra, donde el protagonista Carlos Pérez Cifredo enfrentaba otra de las variantes del “compañero que me atiende”: el interminable documento autobiográfico que tantos cubanos han escrito, el famoso cuéntame tu vida, la implacable e intrusiva planilla de ingreso a una organización política. Este puede considerarse también otro género paralelo al que propone Del Risco más adelante. En algún lugar de la Isla —quizá en Villa Marista— debe existir un archivo enorme con todos los “cuentametuvida” que se han escrito en estos casi 60 años.

No lo podemos negar: el filme alemán La vida de los otros y La broma de Kundera, para los cubanos, son parte de una vitalísima bibliografía cotidiana, una especie de literatura de autoayuda caribeña, y este libro lo confirma.

En esta “obra de creación múltiple” participan 57 autores, todos cubanos, la mayoría fuera de la Isla, pero también algunos que viven en ella y para los cuales el hecho mismo de publicar en este libro puede atraer severas consecuencias; por lo menos, una amable visita del “compañero que todavía los atiende”. Son 57 testimonios, pero podrían ser también 11 616 004 (los habitantes totales de Cuba según el último cálculo oficial de 2017), pues todos tienen, tuvieron o tendrán una historia parecida (sin contar los dos millones en el exilio). Y es que todos los cubanos desde 1959 para acá conservamos una anécdota al menos de ese solícito acompañante de nuestros terrores y temores.

Por tanto, este libro se inscribe plenamente en el género testimonial que parió la misma Revolución Cubana, así como Operación Masacre, Trelew y tantos más, pero del otro bando. Del otro lado de la puerta… O de la pared. Aunque los “críticos” oficialistas afirman que si el testimonio no es “progresista, revolucionario y comprometido” no es testimonio, la necia realidad los contradice. De hecho, hoy resulta mucho más vivo y convincente el testimonio de las víctimas de las represiones comunistas, que el de los represores empeñados en negarlas o desfigurarlas.

El intelectual vigilado y perseguido en Cuba viene de muy atrás. Convencido de que lo acosaban, Manuel Zequeira pretendía hacerse invisible al colocarse un sombrero. José María Heredia salió del país disfrazado de marinero, auténtico proto-balsero, huyendo de la policía. José Jacinto Milanés terminó sus días en un manicomio presa de un estupor persecutorio. José Martí viajó a Cuba como Julián Pérez para burlar la aduana pre-castrista. Virgilio Piñera estaba permanentemente con un viejo pánico, esperando que fueran por él. Raúl Hernández Novas, como a pesar de andar tan encogido, no podía ocultarse más por ser muy alto, se suicidó: después de atravesar el enigma de las aguas se lanzó de cabeza —da capo— a la muerte liberadora.

Un cubano típico se siente permanentemente vigilado. Incluso, cuando por fin logra escapar de la isla-cárcel, durante mucho tiempo busca micrófonos en lámparas y bajo las mesas, cuando algún incauto le hace una pregunta que considera comprometedora. Nunca habla lo que piensa, porque conoce bien el precio de hacerlo. Sale bien adiestrado. Luego se va soltando y hasta habla de más: algunos dicen que le pagaron para que hablara, y luego le pagaron más para que se callara.

La guardia siempre en alto de un filoso machete amenazador y el dilatado ojo, avizor y omnipresente, que parece de santería, forman el símbolo de los CDR, la más nefasta, corruptora y denigrante de todas las truculentas invenciones en La Isla del doctor Castro. Te estoy cachando, susurra el emblema. Sin saberlo, aquellas ancianitas frustradas, amargadas y necesitadas de sentirse útiles en algo, las clásicas cederistas, son las descendientes de las parisinas calceteras de la Plaza de Greve y las pescaderas del Marais. Pero no se llaman Charlotte ni Lisette, sino Cusa “la del Comité”: ¡Alabao!

Un chiste sobre el Gobierno puede ser mortal. En mi época, entre amigos, como exorcismo exculpatorio y profiláctico, previendo la presencia de micrófonos —o de personas con igual cometido— al escuchar un “chiste contra el Gobierno” solíamos culminar la carcajada con una frase: “Que conste: si me río es por indignación”. Y es que, en Cuba, vieja receta de la NKVD y el KGB, aún colgados, los teléfonos escuchaban cuanto se decía cerca de ellos.

La mentalidad religiosa del comunismo, y en especial de dos antiguos discípulos jesuitas como fueron Stalin y Castro, los mueve a ese constante “examen de conciencia” del cual “el compañero que nos atiende” es una suerte de confesor en traje civil. Esos “castillos del alma” y los “ejercicios espirituales” ignacianos que culminan en la famosa autocrítica (mucho mejor y más efectiva si es pública y humillante), son parte de un proceso de constante e interminable catequización y purificación. Todo el mundo necesita ser revisado periódicamente, y de esta forma se le brinda la generosa posibilidad del “arrepentimiento”. Lo que sí no se perdona es negarse a la confesión y la autoinculpación, y menos aún perseverar en el error con la nefasta “autosuficiencia” burguesa…

Algo especialmente perverso de este “policía de cabecera” es que, contra toda presunción, no se oculta, sino todo lo contrario: se muestra, se exhibe, se aparece, demuestra que está presente siempre y en todas partes. Porque su misión principal, además de atemorizar, es disuadir, y aconsejar cariñosa y persuasivamente, casi como un amigo: “no te quemes, chico”, “no te busques problemas”, “yo te entiendo, compadre, pero…” Es, digamos, un amable verdugo delicado, casi delicuescente y etéreo. Un “ángel de la guardia” en mangas de camisa, quien no sólo puede expulsarte del paraíso sino también meterte a la cárcel, que es el Purgatorio, o el Infierno, de acuerdo con la extensión de la condena.

Género totalitario policíaco, lo bautiza Enrique del Risco, acertadamente. También podría ser una especie de bildungsroman comunista, una especie de novela formativa cubana, la “educación sentimental” del “hombre nuevo”. O también de escatología policiaca, por el perseverante fantasma que siempre te persigue. O la novela neo-gótica del castrismo, con sus monstruos horrendos. O surrealismo bufo. Una suerte de orweliano 1984, pero en presente continuo del indicativo, up to date, 2017.

La amabilidad del “compañero que atiende” se dirige en dos direcciones: controlar y sujetar a su “atendido”, pero también buscar su cooperación, y lograr que se convierta de sospechoso en delator. Porque la delación es la joya que corona el trabajo de persuasión, y hay muchos que andan por ahí cojeando de esa pata…

La delación ha sido presentada históricamente como una “virtud revolucionaria” desde muy antigua fecha: en la Unión Soviética de Stalin fue muy popular la figura ejemplar del pionerito Pavlik Morózov (1918-1932), quien en un supremo arranque de generoso comunismo militante denunció a sus padres y abuelos, que fueron fusilados. Luego él murió, según la propaganda, asesinado por otros familiares vengativos, pero las últimas investigaciones realizadas en los archivos del KGB permiten a Catriona Kelly asegurar en su libro Comrade Pavlik: The Rise and Fall of a Soviet Boy Hero (2005), que al parecer fue el propio “compañero que lo atendía” quien liquidó al locuaz Pavlik, siguiendo órdenes superiores, para después dedicarle estatuas, libros, canciones, un poema sinfónico, una ópera, y hasta una película del laureado Serguei Eisenstein (El prado de Bezhin, 1937). Esto debe servir de sabia advertencia para los colaboracionistas incautos, que resulta sumamente peligrosa su tarea, no tanto por sus víctimas, sino por sus mismos jefes. “Si los héroes no existen, hay que inventarlos, al precio que sea”, decía el buen Koba detrás de su humeante pipa.

Una de las más diabólicas perversiones del sistema es que, además de un infaltable Carné de Identidad, todo ciudadano cuenta con un Expediente, pero que al contrario del primero, el cual debe portar siempre, al segundo nunca lo ve, pero decide su vida todo el tiempo, lo mismo si progresa o fracasa, si adelanta o retrocede, si vive o no. Y ese expediente tiene un escribano permanente dedicado, que es, precisamente, “El Compañero”, ese “ángel aniquilador” que no le pierde pie ni pisada, un sabueso siempre olfateando sus huellas, ese devoto escriba que nos escribe nuestro Libro de la vida.

En la retorcida lógica represiva del comunismo, todo es culpabilizable, y, por tanto, castigable. Si estamos vivos, seguramente algún pecado y varios crímenes estamos cometiendo. Se trata sólo de averiguarlo. De esta suerte, si el Poder decide investigar tu vida, siempre encontrará algo por lo cual culparte y castigarte. Y de todos modos si no aparece nada, lo inventa: Ángel Santiesteban sabe algo de eso…

Es una pena que Fidel Castro no haya podido leer este libro, sobre el que su presencia gravita permanentemente. Me hubiera gustado suponer que lo disfrutaría mucho, porque vería en él su obra más trascendente. Fue muy afortunado porque tuvo una vida larga, aunque infecunda, siempre rodeado de la veneración y la obsequiosidad de sus atemorizados cercanos, y seguramente le habría encantado conocer la creatividad de sus subalternos a quienes delegó la honrosa tarea de ser vigilantes, en ese gobierno calcado de Minority report que construyó, “con la delectación de un artista”. Lo ideal para él era que todos lleváramos nuestro propio vigilante por dentro, una suerte de sinuoso doppelgänger, o taimado “abuelo Paco” incrustado en el subconsciente. Ese “compañero” es, por tanto, una suerte de ente vampírico, insaciable y contaminante: al succionarte, te concede una vida prolongada pero también te hace impuro, a su imagen y semejanza, como otro engendro.

Pero tengo una sospecha terrible: en realidad, al sistema y sus agentes no les preocupa verdaderamente lo que la gente piense, sino lo que dice y hace. Es una especie de complicidad tácita de que aunque imagine, suponga y hasta sepa lo que piensas, lo que realmente le importa es lo que hagas y digas, obligando a la gente a actuar falsamente sin descanso, en una permanente performance, una esquizoide representación inacabable, con una irreparable disociación psíquica que forma el carácter del “hombre nuevo” actual: “Sé que no me amas, pero lo importante es que me obedezcas y veneres”.

Una de las más cruelmente deliciosas y masoquistas experiencias será sin duda cuando se derrumbe finalmente ese régimen de pesadilla, y se puedan leer los abultados expedientes que espero no destruyan en su precipitada caída, guardados en la Seguridad cubana, la gran fábrica de los “compañeros que atienden”. Confío que no los eliminen porque sé que querrán perversamente dejar sembrado el germen de la discordia durante 100 años más. Pero finalmente con la dolorosa verdad vendrá la salud mental social e individual. “Dentro de 100 años —dijo el aristócrata francés mientras subía los peldaños hacia la guillotina que lo esperaba filosa y sedienta— todo esta será sólo una anécdota”.

Ese “compañero que nos atiende” también es todo un personaje cinematográfico, un Pepe Grillo en uniforme de guayabera o safari, con bolsillos repletos de bolígrafos, y pantalones con una pata negligente y elegantemente metida en la bota. No olvidar que las gafas oscuras son parte esencial del outfit. Merece una película, para ser exhibida en festivales del cine de horror y el humor involuntario, como las series de Móvil 8 y Sector 40, con aquel “Manquito” siniestro y burlón que nos perseguía por todas partes.

Habrá que esperar ahora el apasionante testimonio del otro lado, escrito por ellos; podría titularse Los compañeros que atendí, donde se apreciará la magnífica influencia que los vigilados tuvieron sobre los vigilantes, obligados por aquellos a leer filosofía, historia y arte, y hasta escuchar música “curta”, para lograr entender y vigilar mejor a sus presas. ¡Qué grandioso nivel cultural alcanzaron gracias a ello! Porque, no olvidarlo, ironía suprema, ellos también han estado permanentemente vigilados por sus mismos “compañeros” que los atendían.

Pero los “compañeros que atienden” han sido además buenos pedagogos y han formado discípulos aventajados, y ya no se requiere de su presencia, pues sus pupilos han resultado tan capaces como ellos: los jerarcas culturales —Barnet, Prieto y varios otros— son ya tan buenos en ese oficio de tinieblas como lo fueron en su momento los “compañeros que los atendieron”: no se puede negar que tuvieron excelentes maestros y resultaron magníficos estudiantes.

Esos “compañeros atentos” han sido lo mismo “asesores literarios”, “curadores de exposiciones”, “vigilantes editores”, que “jurados omnipotentes y decisivos de concursos literarios”… Verdaderamente proteicos y sabelotodo. Y además muy orgullosos de su misión: recuerdo a un afamado pintor y diseñador gráfico, que proclamaba ufano y estentóreo su condición de “trompeta”, es decir, delator de sus colegas, por lo cual fue recompensado y condecorado con la Medalla por el XX Aniversario del MININT. Es la ínfima vanidad del miserable, el gozo inocultable por esta variante del bullying ideológico, un sorprendente ludismo tanático entre el gato y el ratón.

Si alguien dentro de este género merece se escriba una novela sobre él, sería José Abrantes, quizá la figura más dramática —en términos de la artística tensión de conflictos— de los últimos años. Posiblemente algún día alguno de sus descendientes se decida a escribirla, pues el ministro despeñado fue primero el instructor y creador de los “compañeros que atendían”, antes de ser él mismo atendido por sus entenados entrenados.

Aunque suelen ser solitarios, los “compañeros que atienden” pueden operar en dúos armoniosos, pero no al mismo tiempo, sino sucesivamente: primero, aparece el policía bueno, y si no entiende la lección, viene el policía malo. O al revés, según el paciente. Pero están bien distribuidos, coordinados y organizados. Son una pareja didáctica, en el más puro estilo Makarenko: todo un poema pedagógico. Son los Stajanovistas de la cultura y el pensamiento, los Lunacharskis de las ideas, los Dzerzhinskis de las metáforas. En suma: el querido enemigo.

Enrique del Risco califica de anomalía esta nutrida antología, porque el género obviamente no puede gozar de salud comercial en los países donde es una realidad viva, pues pertenece a la “literatura rigurosamente vigilada”, y porque tampoco se quiere —por entendible salud mental— recordarlo demasiado ni revivirlo en una sociedad que ya lo erradicó. Es, pues, un género ingrato y molesto, pero necesario para la memoria, para no repetir la experiencia.

Este libro antológico (en ambos sentidos) es, por tanto, un texto no sólo literario e histórico, sino informativo y educativo. Constituye todo un Manual Práctico de Pedagogía Totalitaria en activo. Sólo por eso, ya merecería difundirse ampliamente. Para que a otros quizá les sirva —aunque nadie aprende por cabeza ajena— lo que ya pasaron y sufrieron (y continúan padeciendo) los cubanos, esos seres alegres, despreocupados, juguetones y siempre bajo sospecha, inquietos cronopios y esperanzas permanentemente vigilados por severos famas.

Esta es, por otro lado, una obra de catarsis y exorcismo, y sería el verdadero Libro de Texto del Gran Ministerio de Domesticación Social y Política. También puede tener otro uso: al mostrar las interioridades de los mecanismos de espionaje y delación, puede asumirse igualmente como un antídoto y preventivo profiláctico, con las recetas que los grandes maestros artísticos elaboraron por su dolorosa experiencia personal para evadir, confundir y engañar a ese sujeto vigilante, ese monstruoso eufemismo que necesita atendernos, para sobrevivir él mismo como pieza eficaz y productiva de un mecanismo atroz: es el posible recetario para neutralizarlo.

[1] Eliseo Alberto de Diego García-Marruz (Arroyo Naranjo, 10 de septiembre de 1951-Ciudad de México, 31 de julio de 2011)
[2] La última vez en vida. Luego regresó, ya convertido en “polvo enamorado” para cumplir su voluntad y ser dispersado en las turbias aguas del río cercano a su casa natal, por su hercúlea hermana jimagua Fefé (Josefina de Diego), su sorprendente hija María José y un grupo de amigos cercanos.
[3] Con micrófonos ocultos.
[4] La tecnología, los equipos, los micrófonos.
[5] Soviéticos.

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